Crónica del Verano del 62
20 enero , 3a entrada .
Mientras sigo buscando lo de la cucaracha encontré esto:
Crónica del Verano del 62
Hay veranos
que nunca se olvidan. En febrero del 62 fui invitada por una amiga a pasar unas
vacaciones en Punta Mogotes. Un par de meses antes nos habíamos recibido de
Maestras Normales Nacionales y rendido los exámenes para aprobar el equivalente
del Certificado de Cambridge del cuál no recibiríamos el resultado hasta el mes
de marzo.
Viajamos en un Renault Dauphine manejado por el
padre de familia, a su lado iba la esposa advirtiéndole de tanto en tanto: “cuidado
Toto, no vayas tan rápido, o por el contrario “, mirá qué tortuga ese, pasálo Toto si no no
llegamos más”. Atrás íbamos mi amiga
Carla, su hermanita, y yo apretujada entre las dos. Las valijas, seguramente
viajaron más cómodas, fueron trasladadas por la tradicional empresa Rabbione
que usaban muchos de los veraneantes a Mar Del Plata. Aguantamos el calor con
un estoicismo nacido de la expectativa a detenernos en algún comedero de la
ruta para tomar un refresco.
La memoria
es caprichosa y archiva datos dignos de
guardarse y otros poco significativos en apariencia. De los primeros días recuerdo
mi inhibición para nombrar al dueño de casa por su apodo: “Toto”, me parecía
demasiado íntimo o grosero. Las palabras tienen significados y efecto, y en esa
época era muy consciente de las que marcaban la pertenencia a un sector
social. Opté por decirle “señor”. También guardo el recuerdo de mi iniciación a
los placeres de la boca aportado por el sabor del pan marplatense. Yo, una
flaca inapetente, devoraba el pan de cada mañana untado con manteca y dulce de
leche como un manjar de los dioses. Era tal mi gula que llegué a sentir
vergüenza al advertirme mirada.
La familia
de Carla alquilaba una carpa en un balneario en la playa de Punta Mogotes, que
no era tan top como la de Playa Grande. Teníamos asistencia perfecta a la playa
salvo los días de lluvia o muy nublados, ventosos y fríos que suele haber en la
costa. Nos tirábamos a tomar sol directamente sobre la arena caliente o nos
sentábamos cara al sol en esas tradicionales sillas de mimbre con brazos. No
existía el temor al sol entonces, se incubaban cánceres de piel con toda
inocencia. Nos untábamos con una
sustancia aceitosa para broncearnos, el
perfume de ese ungüento me quedó asociado siempre a los olores del verano.
Cada tanto
nos metíamos en el mar para refrescarnos y también para jugar un rato como una
extensión de la infancia que todavía portábamos. Vestíamos mallas enterizas que no dejaban
asomar ni los glúteos ni los pechos.
A la hora
de almorzar volvíamos a la casa, despuésdormíamos una siesta, jugábamos a las
cartas o charlábamos. Carla y yo
teníamos tanto para hablar sobre el amor, sobre la vida y la muerte y los mandatos familiares. El tema
de la iniciación sexual no se tocaba porque para eso primero teníamos que casarnos.
Los padres
de mi amiga, al contrario de lo que podía esperarse, no se opusieron a mi naciente vicio del
cigarrillo, quizás porque el padre era un fumador empedernido. En esa época el cigarrillo no se vivía como
una amenaza futura a la salud. Yo había empezado a fumar el mes anterior, el
mismo día que cumplí los 17. Mi madre tuvo que aceptar mi desafío, le había
arrancado la autorización un par de años antes cuando todavía me lo prohibía. Aproveché
que estaba lejos, veraneando en la casa de mi tía en una de las playas sureñas
de la provincia. Fumar fue mi ambición
desde niña, quería ser como mamá, reproducir esa imagen tan sofisticada,
colofón de los almuerzos en casa tomando un cafecito y fumando, un codo apoyado
sobre la mesa con el cigarrillo encendido entre los dedos que alejaba y
acercaba a su boca exhalando el humo al que yo le seguía el rumbo con la
mirada. El aroma a cigarrillo me atraía sobremanera, un varón con olor a humo
me resultaba sexy. En tercer año, me llevé un par de materias a diciembre, la
profesora que me preparó organizó una pequeña reunión post exámenes con sus
alumnos. Fue una tarde veraniega de calor amable, en la época de las polleras abullonadas, en la que
aprendí algo más importante que matemáticas o historia. Me quedó grabado hasta
hoy el apellido del chico que me sacó a
bailar, igual al de un director de cine
francés, y por unas semanas mi ropa
guardó su aroma a cigarrillo, la olía hasta que terminó evaporándose mientras
pensaba en él.
Carla y yo
solíamos sentarnos cerca de la orilla al atardecer, la hora más linda por el
color del cielo, la mansedumbre de las
olas y el aroma a mar que la brisa
marina trae. Entonces nos relatábamos historias de amor reales o fantaseadas.
Yo le conté mil y una veces como me había enamorado en enero, allá en las
playas del sur, de un platense de grandes ojos castaños que tocaba la guitarra
y me había cantado al amanecer junto al mar
la Tonada del viejo Amor. Tu boca
se abrió como un durazno lleno de miel.
La mía no se abrió, no estaba madura aún.
En la carpa
de al lado había un grupo de personas,
todas viejas, según mi criterio juvenil. Eran habitués
en esa playa, tenían una ubicación privilegiada porque su carpa estaba
de cara al mar. Varios veraneos
compartiendo esa vecindad había establecido una matriz de intercambio de
lugares comunes entre los ocupantes de ambas carpas. Una de las señoras me
llamaba la atención, usaba unos exóticos
anteojos, propios de miopes, de cristales verde oscuro con armazón de color
marfil. Tenía una nariz prominente que cubría
con una hoja de parra sostenida por el marco de los anteojos para evitar
su exposición al sol. Los anteojos de
sol más la hoja de parra le daban un aspecto, bastante impresionante, parecía
estar oculta detrás de una máscara veneciana.
El número de integrantes era variable, todos eran un tanto
exóticos. Se reían a carcajadas y
vestían de manera que demostraban lo poco que les importaba el qué dirán Entre ellos había un hombre que se las pasaba
sentado a la sombra en una de las sillas de mimbre, siempre vestido de camisa y
pantalón, en los pies llevaba sandalias de cuero Sostenía con las manos un bastón plantado
entre las piernas. Él no reía a carcajadas, lucía una semi sonrisa que a veces
se transformaba en una sonrisa completa. Hablaba bajito y los demás le
prestaban mucha atención. “Ese es Borges”, me informó Carla. Bien gracias, yo ni noticias. También había un hombre muy simpático. Nos saludaba siempre y se
acercaba a hablar con nosotras dos. Era
inusual que un adulto le prestara atención a dos jovencitas cuyos mayores
méritos eran solo el de ser jóvenes y hablar tres idiomas. Más raro era que las invitara a comer a su
casa.
De la primera ocasión
recuerdo lo impactante que me resultó el caserón. El comedor era muy amplio, la
mesa imponente, en una punta de la mesa se sentó la esposa que nos prestó poca o
nula atención toda la noche. Ella estaba muy interesada en un francés amanerado
del cual supimos que era “artista”. La
segunda vez que le dije al dueño de casa “señor” me miró con sus ojos luminosos
debajo de las dos cejas despeinadas y me rogó: “decíme Adolfito”. Nos mostró un pilón de fotos de su autoría,
recuerdo la de una mujer envuelta en una toalla blanca hasta las rodillas y la cabeza envuelta en otra, como si acabara de salir de la ducha. Era tan
real la foto que me quedó la sensación de haberla conocido esa misma noche. La
situación nos tenía bastante intrigadas a Carla y a mí, ¿qué querría este
hombre de nosotras? El mundo nos
empezaba a ofrecer experiencias nuevas a dos ingenuas maestras noveles
No guardo registro de qué
comimos, solo sé que nunca volví a ver el mismo postre en mi vida. Lo presentó el mucamo, de uniforme y guantes,
servido sobre una gran fuente, parecía el nido de algún ave desprolija, un
bollo de pajitas, un enjambre de hilos de caramelo, cabellos de ángel. Adolfito fue un muy buen anfitrión,
atento y caballero; un ángel podría decirse.
Nos sentimos cómodas a pesar de lo raro de la situación, en una cabecera
su esposa abocada a conversar con el artista francés como si nosotras no
existiéramos y en la otra Adolfito y sus
jóvenes invitadas.
La segunda vez fuimos
invitadas a tomar el té. A esa altura ya
era consciente que mi anfitrión y su esposa formaban parta de una élite cultural y social. Volvió a impactarme la casona a plena luz del
día. Nos sirvieron el té con sándwiches de pepino,- muy a la inglesa- en la
galería que daba a la parte trasera del parque. Después Adolfito propuso que jugáramos al croquet. Ese juego no me
resultaba desconocido, lo había jugado durante un veraneo en la estancia de
unos escocéses unos años antes. Pero ese día en la compañía de Adolfo Bioy
Casares y no sé quienes más estaban
presentes además de Carla y yo, experimenté una sensación extraña, de
algo irreal como estar dentro de un cuento y casi, casi puedo asegurar que en vez de mazos usamos flamencos.
Los próximos encuentros
con ABC fueron en la playa, nos pidió permiso para sacarnos fotos. Todavía
guardo dos.
A veces la vida te da
sorpresas y te besa en la boca. En medio de la última semana del mes llegó mi enamorado platense. Audaz, se había
largado a encontrase conmigo. No sé dónde se hospedó, en la casa de mi amiga ni
pensarlo, la madre estaba espantada con su sola presencia. Una tarde nos
quedamos solos en la playa, él y yo, a la hora en que va quedando vacía.
Entonces ocurrió lo que convirtió a ese en un verano inolvidable. Me dio un
beso en la boca. Mi primer beso con la boca abierta como un durazno lleno de
miel.
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