viernes, 20 de enero de 2017

Crónica del Verano del 62

20 enero , 3a entrada .
Mientras sigo buscando lo de la cucaracha encontré esto:

Crónica del Verano del 62

Hay veranos que nunca se olvidan. En febrero del 62 fui invitada por una amiga a pasar unas vacaciones en Punta Mogotes. Un par de meses antes nos habíamos recibido de Maestras Normales Nacionales y rendido los exámenes para aprobar el equivalente del Certificado de Cambridge del cuál no recibiríamos el resultado hasta el mes de marzo.
 Viajamos en un Renault Dauphine manejado por el padre de familia, a su lado iba la esposa  advirtiéndole de tanto en tanto: “cuidado Toto, no vayas  tan rápido,  o por el contrario  “, mirá qué tortuga ese, pasálo Toto si no no llegamos más”. Atrás íbamos  mi amiga Carla, su hermanita, y yo apretujada entre las dos. Las valijas, seguramente viajaron más cómodas, fueron trasladadas por la tradicional empresa Rabbione que usaban muchos de los veraneantes a Mar Del Plata. Aguantamos el calor con un estoicismo nacido de la expectativa a detenernos en algún comedero de la ruta para tomar un refresco. 
La memoria es caprichosa y  archiva datos dignos de guardarse y otros poco significativos en apariencia. De los primeros días recuerdo mi inhibición para nombrar al dueño de casa por su apodo: “Toto”, me parecía demasiado íntimo o grosero. Las palabras tienen significados y efecto, y en esa época era muy consciente de las que marcaban la pertenencia a un sector social.  Opté por decirle “señor”.  También guardo el recuerdo de mi iniciación a los placeres de la boca aportado por el sabor del pan marplatense. Yo, una flaca inapetente, devoraba el pan de cada mañana untado con manteca y dulce de leche como un manjar de los dioses. Era tal mi gula que llegué a sentir vergüenza al advertirme mirada.   
La familia de Carla alquilaba una carpa en un balneario en la playa de Punta Mogotes, que no era tan top como la de Playa Grande. Teníamos asistencia perfecta a la playa salvo los días de lluvia o muy nublados, ventosos y fríos que suele haber en la costa. Nos tirábamos a tomar sol directamente sobre la arena caliente o nos sentábamos cara al sol en esas tradicionales sillas de mimbre con brazos. No existía el temor al sol entonces, se incubaban cánceres de piel con toda inocencia.  Nos untábamos con una sustancia aceitosa  para broncearnos, el perfume de ese ungüento me quedó asociado siempre a los olores del verano.
Cada tanto nos metíamos en el mar para refrescarnos y también para jugar un rato como una extensión de la infancia que todavía portábamos.  Vestíamos mallas enterizas que no dejaban asomar ni los glúteos ni los pechos.
A la hora de almorzar volvíamos a la casa, despuésdormíamos una siesta, jugábamos a las cartas o charlábamos. Carla y  yo teníamos tanto para hablar sobre el amor, sobre la vida  y la muerte y los mandatos familiares. El tema de la iniciación sexual no se tocaba porque para eso primero  teníamos que casarnos.
Los padres de mi amiga, al contrario de lo que podía esperarse,  no se opusieron a mi naciente vicio del cigarrillo, quizás porque el padre era un fumador empedernido.  En esa época el cigarrillo no se vivía como una amenaza futura a la salud. Yo había empezado a fumar el mes anterior, el mismo día que cumplí los 17. Mi madre tuvo que aceptar mi desafío, le había arrancado la autorización un par de años antes cuando todavía me lo prohibía. Aproveché que estaba lejos, veraneando en la casa de mi tía en una de las playas sureñas de la provincia.   Fumar fue mi ambición desde niña,  quería ser como mamá,  reproducir esa imagen tan sofisticada, colofón de los almuerzos en casa tomando un cafecito y fumando, un codo apoyado sobre la mesa con el cigarrillo encendido entre los dedos que alejaba y acercaba a su boca exhalando el humo al que yo le seguía el rumbo con la mirada. El aroma a cigarrillo me atraía sobremanera, un varón con olor a humo me resultaba sexy. En tercer año, me llevé un par de materias a diciembre, la profesora que me preparó organizó una pequeña reunión post exámenes con sus alumnos.  Fue una tarde  veraniega de calor amable, en la  época de las polleras abullonadas, en la que aprendí algo más importante que matemáticas o historia. Me quedó grabado hasta hoy el apellido del chico  que me sacó a bailar,  igual al de un director de cine francés,  y por unas semanas mi ropa guardó su aroma a cigarrillo, la olía hasta que terminó evaporándose mientras pensaba en él.   
Carla y yo solíamos sentarnos cerca de la orilla al atardecer, la hora más linda por el color del cielo,  la mansedumbre de las olas y  el aroma a mar que la brisa marina trae. Entonces nos relatábamos historias de amor reales o fantaseadas. Yo le conté mil y una veces como me había enamorado en enero, allá en las playas del sur, de un platense de grandes ojos castaños que tocaba la guitarra y me había cantado al amanecer junto al mar  la Tonada del viejo Amor. Tu boca se abrió  como un durazno lleno de miel. La mía no se abrió,  no estaba madura aún.
En la carpa de al lado  había un grupo de personas, todas viejas, según mi criterio juvenil. Eran  habitués  en esa playa, tenían una ubicación privilegiada porque su carpa estaba de cara al mar.  Varios veraneos compartiendo esa vecindad había establecido una matriz de intercambio de lugares comunes entre los ocupantes de ambas carpas. Una de las señoras me llamaba la atención, usaba unos exóticos anteojos, propios de miopes, de cristales verde oscuro con armazón de color marfil. Tenía una nariz prominente que cubría  con una hoja de parra sostenida por el marco de los anteojos para evitar su exposición al sol.  Los anteojos de sol más la hoja de parra le daban un aspecto, bastante impresionante, parecía estar oculta detrás de una máscara veneciana.  El número de integrantes era variable, todos eran  un tanto  exóticos.  Se reían a carcajadas y vestían de manera que demostraban lo poco que les importaba el qué dirán  Entre ellos había un hombre que se las pasaba sentado a la sombra en una de las sillas de mimbre, siempre vestido de camisa y pantalón, en los pies llevaba sandalias de cuero  Sostenía con las manos un bastón plantado entre las piernas. Él no reía a carcajadas, lucía una semi sonrisa que a veces se transformaba en una sonrisa completa. Hablaba bajito y los demás le prestaban mucha atención. “Ese es Borges”, me informó  Carla. Bien gracias, yo ni noticias.  También había un hombre  muy simpático. Nos saludaba siempre y se acercaba a hablar con nosotras dos.  Era inusual que un adulto le prestara atención a dos jovencitas cuyos mayores méritos eran solo el de ser jóvenes y hablar tres idiomas.  Más raro era que las invitara a comer a su casa.
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De la primera ocasión recuerdo lo impactante que me resultó el caserón. El comedor era muy amplio, la mesa imponente, en una punta de la mesa se sentó la esposa que nos prestó poca o nula atención toda la noche. Ella estaba muy interesada en un francés amanerado del cual supimos que era “artista”. La  segunda vez que le dije al dueño de casa “señor” me miró con sus ojos luminosos debajo de las dos cejas despeinadas y me rogó: “decíme Adolfito”.  Nos mostró un pilón de fotos de su autoría, recuerdo la de una mujer envuelta en una toalla blanca hasta las rodillas  y la cabeza envuelta en otra,  como si acabara de salir de la ducha. Era tan real la foto que me quedó la sensación de haberla conocido esa misma noche. La situación nos tenía bastante intrigadas a Carla y a mí, ¿qué querría este hombre de nosotras?  El mundo nos empezaba a ofrecer experiencias nuevas a dos ingenuas maestras noveles
No guardo registro de qué comimos, solo sé que nunca volví a ver el mismo postre en mi vida.  Lo presentó el mucamo, de uniforme y guantes, servido sobre una gran fuente, parecía el nido de algún ave desprolija, un bollo de pajitas, un enjambre de hilos de caramelo, cabellos de ángel.  Adolfito fue un muy buen anfitrión, atento  y caballero; un ángel podría  decirse.  Nos sentimos cómodas a pesar de lo raro de la situación, en una cabecera su esposa abocada a conversar con el artista francés como si nosotras no existiéramos y en la otra  Adolfito y sus jóvenes invitadas.
La segunda vez fuimos invitadas a tomar  el té. A esa altura ya era consciente que mi anfitrión y su esposa formaban parta de una élite cultural y social.  Volvió a impactarme la casona a plena luz del día. Nos sirvieron el té con sándwiches de pepino,- muy a la inglesa- en la galería que daba a la parte trasera del parque. Después Adolfito propuso  que jugáramos al croquet. Ese juego no me resultaba desconocido, lo había jugado durante un veraneo en la estancia de unos escocéses unos años antes. Pero ese día en la compañía de Adolfo Bioy Casares y no sé quienes más estaban  presentes además de Carla y yo, experimenté una sensación extraña, de algo irreal como estar dentro de un cuento y casi, casi puedo asegurar  que en vez de mazos usamos flamencos.
Los próximos encuentros con ABC fueron en la playa, nos pidió permiso para sacarnos fotos. Todavía guardo dos.
A veces la vida te da sorpresas y te besa en la boca. En medio de la última semana del mes  llegó mi enamorado platense. Audaz, se había largado a encontrase conmigo. No sé dónde se hospedó, en la casa de mi amiga ni pensarlo, la madre estaba espantada con su sola presencia. Una tarde nos quedamos solos en la playa, él y yo, a la hora en que va quedando vacía. Entonces ocurrió lo que convirtió a ese en un verano inolvidable. Me dio un beso en la boca. Mi primer beso con la boca abierta como un durazno lleno de miel.


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